lunes, 28 de diciembre de 2015

¡Viva el trabajo!


V.R.C.

Madame de Tracy dijo en cierta ocasión memorable que los que nada hacen se creen capaces de hacerlo todo. Quisiéramos que se meditara esto ante la visión grotesca de los que miran trabajar a otros.

Un clasificador al momento diría que hay dos clases de observadores: el que mira con desprecio, dando a entender que es capaz del trabajo que observa y mucho más, y el que mira con ojos alucinados y que pellizca la piel para convencerse del prodigio que está viendo.




Estas dos clases de observadores tienen el común denominador de la ociosidad, algo de ese grito de “Yo no trabajo” de una opereta famosa, o algo de Nirvanismo.

En la calle Ahumada, en ese tramo en que se realizaron rápidos trabajos en el pavimento, los grupos de observadores eran numerosos. Es posible que muchos fueran transeúntes que miran medio segundo y pasan, pero los más eran observadores de profesión. Los adultos han mirado durante horas enteras cómo las perforadoras eléctricas han trepanado la corteza dura del cráneo de la calle, mientras los brazos fornidos de los obreros temblaban sin cesar. Las máquinas tocaban una sinfonía brutal, un concierto de percusión semejante al segundo tiempo de “La Carrera de los Cometas”, del músico de “Gog”. La atención de ese público en la calle nos hizo recordar el asombro de aquel rey africano que visitó a Londres y vio por primera vez el funcionamiento de estas perforadoras. A su regreso al corazón de África las incluyó con un motor especial, en su orquesta de la jungla junto a los tambores balubas  y a los gritos destemplados de sus súbditos. ¿Algún mirón desearía tener una perforadora en su casa para amenizar los bailes modernos?

Pero sigamos: los ociosos que se aglomeran y se instalan como en tribuna para ver trabajar olvidan que el libro de Job dice que el hombre ha nacido para trabajar, como el pájaro para volar. Pero ¿no estamos, acaso, en una época en que se trata de evitar el trabajo como si fuera un veneno? Al momento se recuerda la ley del menor esfuerzo, los avances tecnológicos la semana de un día, las jubilaciones prematuras para los buenos y sanos y la poltrona.

A la persona que no trabaja se le aguza el tacto, es decir cuando se trata del trabajo manual. Pero ¿qué contrasentidos tiene esta vida! Si nos fijamos en los característicos que abundan en esta ciudad, llegamos a la conclusión desesperante de que por tener fino tacto son les que más trabajan… mientras legiones de pacíficos ciudadanos siguen mirando cómo trabajan los demás.


Recopilación de: Alejandro Glade R.


Maquillaje de Santiago - 1950


V.R.C.

Con los nuevos puentes del  Mapocho, nuestra capital ha ganado en su maquillaje, aunque este sea de concreto armado. Tanto mejor. El mejoramiento de Santiago, en muchos aspectos, se ha presentado como una necesidad desde hace mucho tiempo. La construcción elemental, como lo es un puente en una ciudad como la nuestra, hace que la durabilidad y resistencia no sean como únicos requisitos para la estructura, sino también la gracia y la belleza.

En realidad el puente que más contribuye a la belleza de la ciudad será aquél que sea lo menos puente posible y que a la vez sea un espacio glorificado de la calle. En el puente mapochino, frente a independencia, se ha logrado esa glorificación, al igual que frente a Recoleta. La finalidad utilitaria no se ha descartado, pero en bien de la estética, se ha combinado perfectamente con la belleza. Y  ¡vaya! Que necesita estética ese lado de la Estación Mapocho.

La re-estructuración del puente Independencia llevará, sin duda y sin demora, a la transformación total de ese sector. La Estación se transformará en un terminal ferroviario de primer orden, pero tiene que desaparecer también el cuadro de arrabal que hay en los alrededores.

Nuestra capital es una ciudad de contrastes: a unas pocas cuadras de un Barrio Cívico imponente hay verdaderas pocilgas; junto a la moderna bomba de bencina bebe agua sucia el caballo escuálido de los “breques” y “cabritas”, y junto a un puente agradable, de líneas suaves y modernas, la miseria vagabunda, los harapos humanos en hacinamiento, se muestran como una llaga bajo el dombo de concreto quitando todo aquello de “glorificado” que la nueva estructura ha puesto en la calle y sobre el río. Es evidente que una ciudad en desarrollo tenga estos claro-oscuros, estas baldosas blancas y negras, sobre las cuales pisamos a diario. Los puntos negros de la ciudad deben ser desplazados de una vez. El palomillaje en el Mapocho parece ya una cosa endémica y un eterno contraste, aunque en sus orillas se  levanten los más desafiantes edificios o se extiendan los más bellos puentes. ¿Acaso en otras ciudades no ocurre lo mismo y durante siglos? Esta pregunta es un consuelo para la gran mayoría, empero, las nuevas modalidades urbanas, el nuevo sistema de vida los preceptos de la higiene contemporánea y la misma historia de las ciudades dicen que estos focos desagradables y perniciosos tienden a desaparecer, aunque muchos de ellos sean reconocidos y pintorescos viveros de una humanidad tremendamente real. Las modernas ciudades de Mumford no son un sueño.

Santiago está en un sitio ideal, Y el sitio es la consideración primera en la construcción de una bella ciudad o aldea. De esto no podemos quejarnos. Pedro de Valdivia tuvo buen ojo. Pero toca a los urbanistas y municipalidades la tarea de no afear el sitio elegido. Los nuevos puentes del Mapocho son magníficos y hay que seguir adelante. Una cosa pide la otra.


Recopilación de crónica por:  Alejandro Glade R.


martes, 15 de diciembre de 2015

¡Hija mía!

24 de Mayo 1950 Ultimas Noticias.
V.R.C.
La explicación quedó suspendida en una atmósfera de amargura. Hubo un momento en que todos los rostros nos parecieron caricaturescos.

Los automóviles circulaban y los transeúntes esperaban el momento propicio para soltarse de la esquina y ganar el otro lado de la calle. Un tranvía llegó al paradero con estrépito. Se abrió la puerta y bajo una niña de dieciocho años pero en una fracción de segundo la nariz cromada de un automóvil   se introdujo en el trecho entre la puerta del tranvía y la acera. El conductor frenó súbitamente y el coche lanzó el alarido mecánico característico  que hace volver la cabeza al más indiferente de los mortales. La niña había salvado milagrosamente de la muerte. En su vestido azul quedaron las huellas de las manos de la Gran Señora.

Todos los que vieron la escena retuvieron el aliento. El automóvil debió pasar por el otro lado de la calzada, por donde las puertas del tranvía iban cerradas. Y si no había más remedio para avanzar, por lo menos disminuir la marcha era lo elemental.

Hasta aquí el asunto es vulgar, cosa de todos los días, infracción monótona y desesperante. Pero la anotación tiene su colgajo doloroso. La niña era acompañada por su padre, un caballero de cincuenta años, que también vio a su hija casi debajo de las ruedas del automóvil. A este caballero nada le pasó, porque todavía estaba en la pisadera del tranvía cuando el automóvil llegaba como un celaje junto a ellos. Todos los presentes esperaron que el grito de   “hija mía!” lanzado por el padre hubiese estado acompañado de la correspondiente amonestación para el  conductor del coche. Al comienzo hubo un ademán de indignación en éste caballero al acercarse al coche cerrado para enrostrar la carencia de sentido común en el volante, pero todo se derrumbó. El gesto de indignación se transformó de repente en una sonrisa complaciente y en un saludo muy cortés. Y hasta alargó la mano efusivamente a través de la ventanilla abierta del coche.

Tranvía frente al Mercado Central

-¡Vaya, vaya, era usted!
-Cómo leva…
-Aquí vamos.
-Casi…Casi…
-¿Cómo están por su casa?
-Hasta luego.

El dialogo fue muy rápido, nervioso, pues el coche tenía que seguir, pero el tranvía ya había partido. Algunos transeúntes se miraron extrañados. Y al pasar el padre y la hija junto a nosotros, escuchamos un fragmento de conversación:

-Pero, papá ¿por qué no llamaste la atención de ese señor?
-Espera, hija…
-Es que, casi me mató. No debió pasar por ese lado.
-Ya pasó, no fue gran cosa…
-Pero mira papá cómo me dejó el vestido.
-Ya te compraré otro.
-Tu obligación era haberlo retado.
-Sí, sí, pero debes tener en cuenta que lo conozco y tengo negocios pendientes con él…

Esto último sonó como vidrio hecho añicos en el pavimento. Fue algo como si se hubieran clavado las puntas de los vidrios en el corazón. Quitamos la vista. Afortunadamente llegó otro tranvía con una sonajera endemoniada y no escuchamos más.



Recopilación de: Alejandro Glade R.


lunes, 14 de diciembre de 2015

Niños recomendados



V.R.C.
El desamparo en que viven algunos niños nos mueve a escribir estas líneas. Existe en el problema de la vagancia infantil una buena intención, pero lamentablemente la concentración de esfuerzos no llega a producir frutos deseados. Hay algo esporádico en la acción.

Otra vez se tiene el doloroso espectáculo de los niños que vagan. Se dirá con énfasis que hay instituciones especiales para ellos o que muchos de los asilados se fugan para seguir sus andanzas. Sin embargo, existen casos en que la argumentación sobre el estado de ellos no es tan fácil.

Hemos conversado tranquilamente con uno de estos niños que andan por las calles a merced de la suerte. Su pobreza no la tomamos como credencial, sino como una desgracia. Nos detuvimos a observar la viveza de sus ojos y a escuchar sus palabras que tuvieron por instantes un efecto aplanador sobre su mirada.  ¿Sentía alguna pena grande?

El niño no tendría más de trece años, edad peligrosa y fatal para muchos si no se les cuida física y moralmente.

-¿Por qué vagas? – le preguntamos.

-¡Vaya, qué pregunta! – Contestó al momento con cierta sorna-. Sencillamente porque no tengo recomendación. Me presenté a una de esas instituciones para niños y me salieron con que necesitaba un papel de alguien que me conociera. Hasta conseguí que me llevaran gratis a Valparaíso para ver si podían admitirme en un hogar de allá que me dijeron que era muy bueno. Tampoco logré nada, porque no me conocían y no tenía recomendación. Mis padres me habrían dado al momento una, pero murieron hace tiempo. Y aquí me tienen por las calles mendigando. ¿Quién se atreve a darme una recomendación para entrar a una de esas instituciones para ser un hombre útil y verdadero?

El modo de presentar su caso nos llamó profundamente la atención. La mente despierta del niño no se opacó ante las preguntas. Por el contrario, pareció desahogarse. Uno de los presentes se interesó en este exponente de la vagancia santiaguina para matricularlo en una institución conveniente, ya que el pequeño, por voluntad, deseaba mejorar su condición. Le dio la recomendación requerida.

Todo parece bien, pero lo malo salta a la vista. ¿Es manera de ayudar al niño desamparado o combatir la vagancia infantil ésta de las recomendaciones? Si se cree       a un niño de malas inclinaciones, al igual que una fruta podrida que va a corromper a los demás. ¿no hay psiquiatras para apartarlos o guiarlos? La recomendación en este caso es una maldición a horcajadas sobre la pobreza.



Recopilación de: Alejandro Glade R.



Las joyas de Goethe

 Por: Victoriano Reyes Covarrubias. Victoriano Reyes C. Las joyas que regaló Goethe no fueron sólo como el anillo de Carlota Buff, la heroín...